F I E S T A D E S A
N I G N A C I O
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Homilía del P. Leonardo Castellani
(31 de julio de 1966)
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Hacer
el panegírico de San Ignacio de Loyola es un gran honor para mí; y le quedo
cordialmente agradecido por el honor al Sr. Cura Párroco, Dr. Agüero. La
palabra «panegírico» ha ido tomando un sentido peyorativo; y eso con razón,
cuando en vez de ser una simple exposición de la vida del Santo se convierten
en piezas retóricas pomposas hinchadas y huecas que ponen al santo por las
nubes pero lo quitan de la tierra.
Pero
las vidas de los Santos es la lectura más útil al cristiano después de
Una
monja mejicana me escribió hace poco que no le gustan la vida de los Santos
porque son aburridas o mentirosas; tiene razón con respecto a las biografías
escritas por devotos ininteligentes. En su Vida de San Ignacio el
escritor inglés Cristopher Hollis dice que los devotos suelen ser poco
honrados; quiere decir que escriben vidas de Santos hombres que no tienen la
inteligencia y la experiencia requeridas por ese género literario, el más
difícil de todos. «Hay que ser un santo para escribir bien la vida de otro
santo» dijo Tomás de Aquino, con alguna exageración. Pero hay numerosas vidas
de Santos buenas: hace poco
San
Ignacio no ha tenido suerte en biografía: no he hallado ninguna que me
satisfaga, y he leído muchas. Incluso hay no pocas equivocadas y aun
calumniosas, como la del austríaco Fulop-Müller y la del suizo Bluck, que ha
publicado Peuser entre nosotros. Casi todas conciben a Iñigo de Yañez y Loyola
(no Iñigo López de Recalde que dicen algunos) como el «Gran Inquisidor»: un
hombre terco, rígido, implacable, inhumano incluso; porque, por ejemplo, a un
jesuita que dio por broma una palmada en el trasero a otro que estaba agachado,
lo echó al instante de
He
aquí un soldado cojo y calvo, «soldado desgarrado y vano», de estatura casi
enano, hijo de un terruño rudo, que jamás supo bien el castellano ni el vasco
ni el latín ni el francés ni el italiano... se pone en el siglo XVI –dice el
historiador protestante Lord Macaulay- «en el rango de los más grandes
estadistas europeos» y el hombre que más ha influido en el mundo moderno
–dentro de
Ignacio
no fue ni el gran inquisidor de la leyenda de Dostoiewski, ni el jefe taimado y
tramposo de Carducci y Víctor Hugo, ni el «Perinde ac cadáver» (frase
que no inventó él sino San Francisco de Asís) ni el sargento mayor
encalabrinado de disciplina, ni el «profesor de energía» que dice el P. Laburu,
ni el gran politicastro, ni el Quijote viviente de Unamuno. Eso es leyenda o
caricatura. Más cerca de encender hogueras estuvo él de ser mandado a la
hoguera; y salvó de la hoguera a muchos. El nombre que él se daba era el de
«Peregrino», el de «Pecador» o el de «Pobre en virtud»; y quienes lo conocían
lo llamaban «Padre».
Veremos
brevemente la conversión de San Ignacio, la fundación de
I.-
Dice
Papini en su libro «Los Operarios de
La
conversión de San Ignacio se verificó en
En su
segunda larga convalecencia Iñigo leyó vidas de Santos; había pedido le
trajeran novelas de caballería y le trajeron a falta dellas la «Vida de Cristo»
del Cartujano y el «Flos Santorum», o Vidas de los Santos. Leyéndolas, su ánimo
ardiente y ambicioso decía: «¿Esto hizo San Francisco? Pues yo también lo puedo
hacer. ¿Esto hizo Santo Domingo? Pues yo también lo tengo de hacer» Y notó que
cuando se pasaba horas soñando con «la dama de sus pensamientos» (que era nada
menos según parece que la princesa Juana de Aragón, casada más tarde con el Rey
de Nápoles; «pues no era condesa ni duquesa sino más arriba que eso» -dice él
en su Autobiografía) mas cuando pensaba en las grandes hazañas y hechurías que
iba a hacer por ella, el final de los pensamientos le dejaba un extraño
amargor; mas cuando pensaba en los Santos, el final era tranquilo y gozoso.
Después de una larga lucha de sentimientos («discernimiento de espíritus» lo
llamará más tarde) se decidió a dejar la caballería terrena y seguir a
Jesucristo, visto por él como un Jefe temporal (mucho mejor que el Duque de
Najera, su señor) que hace reclutamiento en todo el orbe de la tierra para su
sempiterna campaña contra Satanás. «Si San Bernardo hizo esto (la primera
Cruzada) yo también lo haré».
Se
arrancó de su casa no sin resistencia de los suyos y fue, cojeando, mendigando
y desconocido al monasterio de Montserrat, donde veló una noche entera en
oración, conforme a la costumbre de los caballeros antes que un Rey o una Reina
(o «su señor natural») les diesen el espaldarazo con la espada y les calzasen
las espuelas de oro, consagrándolos para siempre al servicio de
Fue a
Barcelona como etapa para Jerusalén. Una noble dama catalana que tenía un
marido ciego y vivía dedicada a su cuidado y a la piedad, Isabel Rosell,
estando en la iglesia sintió como una voz interior que le decía «Ese mendigo
que está en la puerta». Enseguida que habló con él quedó prendida o prendada:
le oyó el lenguaje de los caballeros; y lo protegió todo el tiempo de Barcelona
y todo el tiempo de su vida, como otra dama, Inés Pascual en Manresa; y con
esta y otra monja, Teresa Rejadella, Ignacio se escribió toda la vida. Blunck
dice que San Ignacio fue un misógeno, es decir, enemigo de las mujeres; y en
realidad fue lo contrario, demasiado atraído por las mujeres, digamos
enamoradizo. En Roma fundó una casa para mujeres arrepentidas; y se iba él
mismo a las casas malas, peleaba con los rufianes o «cafishios» y siendo ya
General de
En Barcelona
tuvo su primer topetazo con
El
viaje a Jerusalén, hecho sin dinero y descalzo, tuvo las más increíbles
peripecias, que no contaré: los desprecios, los peligros y las palizas fueron
sin cuento. Cuando la nave de los peregrinos en que viajó gratis llegó a
Jerusalén, el Provincial de los franciscanos, que era prácticamente el
Arzobispo de Tierra Santa, les dijo visitaran el Santo Sepulcro y se mandaran
mudar, porque el Turco andaba bravo -los turcos desplumaban y maltrataban a los
peregrinos- Ignacio se quedó. El franciscano lo llamó y le dijo si no se
marchaba lo iba a excomulgar. Obedeció, pero antes fue a despedirse del Monte
Oliveto, de la piedra donde según decían, estampó sus pies Jesucristo al subir
al cielo. Sobornó al centinela turco con un cortaplumas, adoró la piedra, y se
volvía cuando le vino una idea repentina: mirar si Cristo al subir al cielo
estaba mirando hacia España, o al revés, de espaldas. Sobornó otra vez al
centinela con una tijeras y entrando vio con gran ufanía que las puntas de los
pies miraban a España. Se le acabó la ufanía enseguida porque un sirviente
armenio del convento franciscano lo topó; y a empellones puñadas y patadas lo
llevó ante el Provincial, que lo reprendió ásperamente. Este era el mismo Iñigo
que a los 18 años: porque un grupo de hombres armados que venían por su acera
no le cedían la derecha, desenvainó, hirió a uno y los hizo huir a todos. Pero
él contó que mientras el armenio lo arreaba como a un animal, el veía delante
de sí a Cristo.
Vuelto
a España (en las mismas condiciones hazañosas de siempre, de Venecia a
Barcelona a pie y mendigando, pasando por Francia, que estaba en guerra con
España) Ignacio se puso a estudiar o quiso ponerse a estudiar:
Se fue
a Alcalá y después a Salamanca algo más de dos años: en Alcalá a la escuela del
maestro Arévalo, donde iban niños de 10 años, sentado en el último banco; y de
hecho era el último de la clase. Se ponía a decorar la primera conjugación, Amo
amas amare amavi amatum y se acordaba del amor de Dios, se abstraía y no
aprendía; ni a palos, pues le pidió al maestro Arévalo que le pegase como a los
chicos si no sabía la lección. A los dos años Arévalo cansado lo mandó a
Salamanca. Como siempre, se le apegaron tres compañeros; y como siempre, andaba
predicando y visitando enfermos y encarcelados; y como siempre, alarmó a
La
primera vez los interrogaron interminablemente y los largaron mandándoles se
comprasen zapatos y no anduvieran descalzos. Ignacio le dijo al Inquisidor
Figueroa que le regalase él los zapatos; y añadió: «Con tanta y tanta pregunta,
¿qué ha sacado Ud.? ¿Ha encontrado algo malo en lo que enseño?» «No,» -dijo
Figueroa- «porque si hubiese encontrado algo malo, os mandaba a la hoguera.» «Y
yo también a vos, en el mismo caso» dijo el peregrino.
Este
rasgo de humor de Ignacio es uno entre muchísimos: tenía el sentido del humor,
que según Aristóteles es propio del hombre magnánimo; y en él era cosa
habitual; en este vasco que suelen pintar como seco, seriote, ceñudo, adusto,
frío y aun lúgubre. Por ejemplo, cuando por tercera vez lo metieron preso, en
Salamanca, con grillos y cadenas, fue a verlo el Inquisidor Frías con el Obispo
Mendoza -el que después se haría famoso en el Concilio de Trento, hecho
Cardenal de Burgos, confesor y amigo íntimo de Carlos V-; y Frías le preguntó
irónicamente: «¿Me tiene odio por estos grillos y cadenas?» «Dr. Frías»
contestó el reo «sepa que no hay en toda Salamanca tantos grillos y tantas
cadenas cuantos yo desearía sufrir por Cristo. Lo que me impacienta son unos
animalejos que hay por aquí, muy chiquitos, pero muy bravos.» La respuesta le
ganó la voluntad del Cardenal de Burgos, que lo había ido a ver por curiosidad
como a un chiflado cualquiera.
Podría
multiplicar los ejemplos del humor un poco tosco y aun salvaje pero siempre amable
del peregrino. (Una vez en Roma dijo que a él le gustaría ser judío para tener
en las venas sangre de la raza de Jesucristo y un tal Mateo López le dijo,
«¿Judío, señor?» y escupió. «Sí señor, judío... como Vuestra Merced» dijo
Ignacio, y escupió también).
Una
vez, ya General, encontró a un lego que estaba barriendo un corredor y le dijo:
«Hermanos, este trabajo ¿lo haces por Dios o por los hombres?» «Por Dios» dijo
el lego. «¡Qué lástima! Porque si lo hicieras por los hombres no me importaba;
pero haciéndolo por Dios y barriendo tan mal como barres te tengo de dar una
buena penitencia». Las penitencias que solía dar era mandar al culpable a rezar
a
Dando
Ejercicios al Dr. Ortiz, un célebre profesor de Teología y encontrándolo
deprimido se puso a bailar delante con su pata renga para hacerlo reír; y
cuando, salido de Ejercicios, Ortiz le pidió entrar en Compañía, le dijo «No,
porque sois muy gordo». Prohibió admitir en
Se
puede contar también como rasgo de humor las catorce horas que esperó sentado a
la puerta del Papa Paulo IV, su enemigo, sin comer, sin beber y sin dormir. Lo
que quería el Papa era que se fuese; pero tuvo que recibirlo.
El P.
Nadal en su «Memorial» dice que el buen humor era continuo en él: «En la
recreación y en su aposento estaba siempre alegre y risueño, pero guay cuando
fruncía el ceño; ninguno podía sostener su mirada de enojo» esa misma mirada
que dirigió en Pamplona a sus compañeros de armas y al Capitán Herrera cuando
querían rendirse a los franceses.
Lo
hemos dejado en Salamanca, preso. Lo soltaron, con el mandato de no predicar
más sobre la diferencia del pecado venial y el pecado mortal. El no se avino a
ese mandato: «Me voy a estudiar a París».
Al
Prior de San Esteban que, habiéndolo invitado a almorzar, le preguntó de
sobremesa, después de haberlo interrogado sobre su vida y haber respondido él
ingenuamente: «Bueno, si Ud. no tiene estudios, y predica cosas teológicas,
entonces a Ud. ¿le ha enseñado el Espíritu Santo?» Ignacio respondió: «Si lo
que yo predico está bien ¿qué le importa a Ud. quién me lo ha enseñado?» «Pues
ahora veréis», dijo el Prior y salió furioso y lo denunció, y esta fue su
tercera prisión. Cuando salió, dejó a sus primeros compañeros, se fue a París y
fundó
II.-
San
Ignacio entró en
Apenas
dio el tremendo examen de
Constituidos
en «Societas Iesus», nueva sociedad religiosa, partieron hacia Roma, caminando,
mendigando y predicando, estilo Loyola, en medio de la tercera guerra entre
Francisco I Carlos V. En Roma se pusieron a predicar en todos los barrios y
después en varias ciudades de Italia con gran expectación: la gente comenzaba
por reírse del cocoliche que hablaban, mezcla de español, francés e italiano,
pero luego quedaban prendidos por el fuego y verdad de sus palabras: surgieron
los eternos impugnadores, que metieron presos a dos de ellos en Ravenna, y
también los amigos que los apelaban «los Santos». Se enteró Paulo III, que les
había negado una audiencia, y los invitó a almorzar; y esos harapientos le
cayeron en gracia y les dijo: «¿Para qué quieren ir a Jerusalén? Italia es su
Jerusalén». Gracias a esta caída en gracia existe hoy
Paulo
III subió al Papado a los 60 años y vivió hasta los 85. No hubiese subido al
Papado de no ser el hermano de Julia Farnesio, la concubina de su antecesor,
Alejandro VI. Era propenso a la ira y estaba siempre rabioso contra
Después
de Paulo III vinieron dos Papas contrarios a los jesuitas, uno los molestó
poco, Julio III, pero el otro quiso suprimirlos, Paulo IV; y otro favorable,
pero que reinó sólo 21 días, Marcelo I.
Pero
San Ignacio, una vez que el médico le había dicho que evitara todo disgusto, y
los presentes le preguntaron qué cosa le podría dar a él el mayor disgusto, se
recogió un momento y respondió: «Si mi Compañía se deshiciese como la sal en el
agua; pero si mi Compañía, que me ha costado tantos esfuerzos, luchas y
sufrimientos se deshiciese como la sal en el agua, me bastaría hacer un cuarto
de hora de oración para quedar de nuevo tranquilo y en paz». Y, en efecto,
después de haberle temblado los huesos, al día siguiente se fue a verlo al
Papa; el Papa lo hizo esperar 14 horas y después no pudo menos que recibirle
media hora y, al salir el Santo, Paulo IV no estaba amigado pero sí estaba
advertido: había visto ante sí un hombre de poderoso carácter cuya mirada le
hacía bajar los ojos. Siguió un tira y afloje hasta la muerte de San Ignacio;
una serie de desafueros que no puedo detallar, para obligar a los jesuitas a
disgregarse y entrar en los Teatinos; los cuales jesuitas vivían en el más
extremo apuro; pues tenían voto especial de obediencia al Papa y el Papa no
podía verlos ni en pintura. Mas Ignacio aguantó: cuando en la recreación alguno
comenzaba a hablar de Paulo IV (todos en Roma hablaban mal del Papa), Ignacio
lo cortaba diciendo: «Hablemos del Papa Marcelo», frase que se usa aún como
proverbio entre los jesuitas. El gobierno de Paulo IV fue desastroso. Al morir,
él le dijo al Padre Diego Laínez que estaba a su cabecera: «Mi Pontificado ha
sido el más desastroso que ha habido». No era verdad del todo, pero era verdad
en parte.(Es curioso que este Papa de vida intachable y gran letrado, pero
sonso para gobernar, hiciese más daño a
Así
quedó establecida en el mundo
III.-
Hay
que decir brevemente una verdad enorme;
¿No
dieron motivo los jesuitas para su eliminación? Dieron asa para ello los
jesuitas franceses, como he explicado en algún libro mío; sin algunos abusos
ocurridos en Francia, jamás Luis XV, el Duque de Choiseul y Madama Pompadour
hubieran podido eliminarlos; pero esos abusos fueron el asa, la ocasión, el
pretexto, no la causa. La causa fue que ellos defendían la religión y el Papa
en Europa y todo el mundo.
Pero
la nueva Compañía, restaurada por Pío VII en 1814, ya no es la antigua: se ha
sentado, se ha conventualizado, se ha cuartelizado, ha perdido sus filos. Fue
fundada para
Etcétera.
Estas cosas se oyen y se escriben, aquí también en
Melchor
Cano fue un gran teólogo español dominico que les agarró una tirria implacable
a los jesuitas, a los que llamaba precursores del Anticristo. Les achacaba que
no tenían coro, y por tanto no eran una verdadera Orden Religiosa; que ayunaban
y se azotaban demasiado poco; y que eran demasiado indulgentes con los pecados
carnales –en el confesionario, por supuesto.
En el
Concilio de Trento acusó a los jesuitas y pidió su abolición. Se levantó Diego
Laínez –que era un judiíto muy feo de cara, endeble y enfermo, pero el hombre
más docto del Concilio y quizá de toda Europa, una inteligencia vivaz y una
memoria prodigiosa- y dijo:
- Reverendo Padre,
¿cuántos Papas hay?
- Uno solo, por
supuesto.
- Y entonces ¿por qué
recusa Ud. una orden religiosa aprobada por Paulo III, haciéndose Ud. otro
Papa? ¿Quién es Ud. para eso?
- Que ladren -dijo
Laínez- pero que ladren contra los lobos, no contra los perros.
Así
también, si los Papas todos han mantenido su confianza en la nueva Compañía y
la han colmado de aprobaciones y elogios ¿quiénes somos nosotros para
improperiarlos y corregirlos?
¡Adelante
los que quedan! ¡Oh mínima Compañía de Iñigo de Loyola –y de Jesús! Yo quisiera
que repitieses los hechos hazañosos y gloriosos de tu primer siglo –y eso pido
de todo corazón a tu Jefe Jesús y a tu fundador el rengo. Pero si por una
desgracia enorme llegases a caer de tu espíritu y a inutilizarte para las
grandes batallas actuales, si dejases de ser la caballería ligera de
Finis